4 de septiembre de 2011

La fauna de los "profesores" de secundaria

Parte II:

También conté con profesoras que enseñaban aquello que no conocían. Era el caso de la profesora de inglés de 1º de bachillerato. Era conocida como Rosita.

Mi experiencia con ella también fue algo desagradable. Me suspendía los exámenes con notas que no pasaban ni bajaban del 4.8-4.9. Me frustraba que en todos los exámenes sacase la misma nota. Y cuando le decías: “oiga, que este ejercicio está bien”, ella respondía sonriendo: “No. Es que no se entiende bien si es una -m o una –n;  y como no está claro, te lo doy por malo” Y así se iba, riéndose de mí.

El suceso grandioso tuvo lugar otro día en que tocaba empezar una nueva lección. “Unit 8”. El texto con el que comenzaba dicha  lección se titulaba “Gymnast Sues Parents”. Según la profesora, el texto trataba sobre “Los padres de Sue la gimnasta.” Así que nos hizo corregir con un rotulador el libro y añadirle un apóstrofo de genitivo sajón porque –según ella- el título estaba mal escrito. El resultado fue: “Gymnast Sue’s parents”. Cuál no fue mi sorpresa cuando descubrí que era ella la que no sabía de qué trataba el texto. Allí no faltaba ningún apóstrofo, ni genitivo sajón ni nada. El título era: “Gimnasta demanda a sus padres.”. En inglés el verbo “to sue” es demandar. Y la S que ella entendía como un genitivo era la S de la tercera persona.  Tal era el esfuerzo y el entusiasmo por querer enseñar bien que incluso “corregía” – a su manera- el libro y le daba igual si estaba bien o mal, que ella estaba convencida de que allí faltaba algo.

Así pasé mis días de clase con Rosita. Dos años después, cuando ya entré en la universidad y fui a hacer una visitilla a los profesores añorados -los había aunque no lo parezca- me contaron que un día Rosita bajó algo alterada a jefatura de estudios, porque decía que sus alumnos tenían un inhibidor de frecuencias y que por eso no se escuchaba su casete. Señora Rosita ¿No será que la cinta tiene más de 10 años y está en mal estado? Un inhibidor de frecuencias: como si fuera la mujer del presidente de EEUU.

También pasó por mi vida una profesora a la que apodaban “La Cerilla”. Era una temible profesora de matemáticas que no medía más de metro y medio y que, según pasaba por tu lado, lograba que te entrasen escalofríos por todo el cuerpo. Esta mujer me dio clase en 2º de la ESO. No la vi reírse ni una sola vez en todo el tiempo que pasé por ese instituto. Me topé con ella en dos cursos y en todos tenía el mismo resultado. SUSPENSO. Daba igual que no entendieses la lección del día porque ella no te la iba a explicar. Decía que: “ella no estaba allí para perder el tiempo”. Ojo al dato: explicar era perder el tiempo. Los profesores no están para explicar a los alumnos. Su misión es otra. No sé cuál.  

Yo por suerte me fui por letras puras y no me tocó sufrir su humor amarillo, pero era de esa maestras a las que no les importa nada hacerte repetir segundo de bachillerato con una sola asignatura: la suya. Porque para ella la única asignatura que valía la pena eran las matemáticas, ya que sin ellas no hay nada. Cero.

Gracias a ella odié las matemáticas. No quería escuchar nada que tuviera que ver con los números porque me sentía realmente inútil. Y de este modo, en cuanto pude elegir, entré en el mundo del latín, el griego y el arte. Un mundo que entendía mejor y que, gracias a ella, supe apreciar y con ello, valorarme, quererme y creer en mí.

También había profesores de historia los cuales daban las clases a la vieja usanza: teníamos que abrir el libro por la página marcada y leer, cuando él lo dijera, en voz alta. Así me enseñaban cómo nació EEUU y cómo se produjo la Primera Guerra Mundial. O profesores de gimnasia que se inventaban los ejercicios sobre la marcha y que nunca corrían. Solo de dedicaban a tocar el pito y a gritarte que corrieras más.

Me resultaba curioso ver que en la hora de recreo la biblioteca siempre estaba cerrada. Si querías hacer los deberes que no te dio tiempo a hacer en casa o consultar algún libro, tenías que ingeniártelas para salir unos minutos de cualquier clase y cruzar los dedos para que estuviera abierta. La razón de que estuviera cerrada se debía a que el profesor de guardia estaba cansado de trabajar y se había ido a tomar un café, porque ¡oye! él también tiene que descansar.

¿Para qué tener abierto un lugar en el que se supone que hay mucho saber acumulado y en el que los niños podrán tener inquietudes? Nada. Era imposible. Solo podías pisar esa biblioteca en dos ocasiones. La primera era si estabas castigado. Así el crío le cogía tirria a la biblioteca. Biblioteca=malo; estímulo-respuesta. El segundo motivo de ir era cuando te enseñaban cuál era el método para asignar los sitios a los libros. Y yo me preguntaba: ¿para qué, si no me dejabais usarlos?

También sucedía que cuando -entre clase y clase- querías hablar con un profesor para preguntarle algo, ibas a la sala de profesores y todos estaban tomándose su cafecito, leyendo el periódico o de palique con los compis del trabajo. Metías la cabeza esperando que alguien te viera. Al rato alguien te hacía caso. Por señas le decías que avisara al profesor que necesitabas. El profesor venía y te decía: “Luego en clase me lo dices, que me tengo que ir corriendo que tengo clase”. El profesor no estaba disponible para resolver una duda. No lo hacían en clase. No lo hacían en sus horas libres. El profesor no resuelve dudas.

Y así de descaradamente pasaban de esos alumnos pesados que querían solucionar alguna tonta y pequeña duda. Una duda que termina por ser un vacío; un odio a las matemáticas; un poco menos de autoestima; o un poco más de ganas de dejar de estudiar y trabajar en cualquier cosa. Lo que fuera con tal de irse de allí. 

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