30 de septiembre de 2011

Accidents can happen

Una de las mejores canciones que me diste a conocer. Gracias. Cada vez que la escucho siento que me quieres. Y recuerda que no estás solo. Yo siempre estaré a tu lado para sonreírte.

Don't give up, it takes a while
I have seen this look before
And it's alright
You're not alone
If you don't love this anymore
I hear that you've slipped again
I'm here 'cause i know you'll need a friend

And you know that accidents can happen
And it's okay,
We all fall off the wagon sometimes
It's not your whole life
It's only one day

You haven't thrown everything away.

Take some time and learn to breathe
And remember what it means
To feel alive
And to believe
Something more than what you see
I know there's a price for this
But some things in life you must resist

And you know that accidents can happen
And it's okay,
We all fall off the wagon sometimes
It's not your whole life
It's only one day
You haven't thrown everything away.

I hear that you've slipped again
I'm here 'cause i know you'll need a friend

And you know that accidents can happen
And it's okay,
We all fall off the wagon sometimes
It's not your whole life
It's only one day
You haven't thrown everything away.

You know that accidents can happen
And it's okay,
We all fall off the wagon sometimes
It's not your whole life
It's only one day
You haven't thrown everything away.

So don't give up
It takes a while.


26 de septiembre de 2011

En qué piensan las mujeres

 Esto va para que todos los hombres entiendan mejor a las mujeres. Mujeres que no paran de darle vueltas a las cosas, que no siempre dicen lo que piensan.

Si le dices que no a una mujer a algo que le hacía aunque sea un pelín de ilusión y te dice: “no te preocupes, no pasa nada si yo tampoco...” Miente. Quizá lo hagamos para ver si el otro se da cuenta por sí mismo de que en realidad le duele que hayas dicho “no puedo”. Pero la cosa queda ahí. Ni ella dice la verdad, ni él quiere preguntar más, porque sabe que si pregunta le viene una gorda. Pero ahí es donde erráis. Por -h o por -b, eso saldrá en algún momento y siempre es para peor: somos rencorosas por naturaleza.

Si una señorita llora a la primera de cambio no preocuparse: somos de lágrima fácil. Y a veces hasta nos hace llorar que nos digan que somos guapas o que valemos la pena. No es tanto el período del mes en el que estemos, ni que ese día te levantases de un humor de perros es que, a veces, las mujeres necesitamos llorar porque sí. Y esto es lo que más os cuesta entender. Es como si fuésemos acumulando lágrimas y lágrimas y un buen día, a poco que escuches una canción, o veas una mala cara o escuches una palabra bonita: ¡ZAS! Llorera que te crió. Nada que no se arregle con un abrazo a tiempo -sin palmadita en la espalda a ser posible- o una sonrisa y una mirada cómplice. En esto somos bastante sencillas.

Cuando nuestro señor nos dice si nos gusta un chico físicamente, solemos mentir -si el mozo está de buen ver-. Queda feo decirlo, aunque si la situación es al revés y él dice que no tú piensas: “serás cabrón, si estoy viendo como se te ponen los ojos en blanco del repaso que le has dado”. En esta situación no vais a acertar nunca: si dices que no da igual, pensaremos que sí os gusta y nos cabrearemos porque mentís. Si por el contrario dices que sí ya sabes: bronca al canto. Así que la decisión es vuestra. ¿El fin de esta mentira? No reconocer lo evidente, porque nosotras estamos en otro escalafón evolutivo, jugamos en otra liga, porque nosotras -y ahí está la mentira- “no somos tan salvajes ni primitivas como vosotros”.

Nos encanta pensar el porqué de lo que hacéis y estar seguros de que nunca será bueno lo que pensamos. Somos fans del refrán: “Piensa mal y acertarás”. Y siempre irá en vuestra contra. Somos especialistas en buscar dobles interpretaciones, en cambiar la pregunta que nos hacéis, en decir “Aaah o sea que tengo YO razón! Eres un gilipollas”. Esta frase es muy recurrente, es una coletilla que siempre pega. Da igual el tema de conversación, ahí que te la cuelo.

Cuando una damisela se siente insegura, celosa, reemplazable, lo primero que hace es mirar al suelo y ponerse seria. Mira al suelo porque en realidad no quiere que él sepa lo que siente. Porque, a veces, cuando una mujer se siente celosa le vienen pensamientos del tipo: creerá que soy una celosa compulsiva, una tía loca... Luego, obviamente, él se suele dar cuenta y ella lo niega todo. Miente si dice que no pasó nada.

Nos gusta jugar a ser adivinas. Si estamos en casa después de una discusión, nos gusta pensar -o mejor dicho-, no podemos evitar pensar qué estará haciendo él. Imaginamos que está hablando con cualquier “Guarra” -porque cuando tienes novio, el resto de las tías son todas unas guarras- y que ya ni se acuerda de ti. Piensas que mientras tú miras a la pantalla del ordenador para ver si se conecta al msn, él está por ahí con sus amigos de picos pardos y que le da igual lo que tú sientes. Siempre pensamos que no piensan en nosotras. Que si no nos dan toques al móvil es porque no nos quieren, que si no nos llaman para disculparse es porque no le importas. Y te dices: “yo no le llamaré más, esta vez si quiere algo, que venga él”. Mientras vas hacia el salón a coger el teléfono y marcar su número. Cada vez que nos vamos enfadadas, cabezotas, con el orgullo en los talones ya nos vamos arrepintiendo de lo que pasó. Mentimos cuando decimos: “Pues adiós” “Que te jodan” “Ahí te quedas” y demás variantes. Porque ante todo hay que quedar por encima del otro.

13 de septiembre de 2011

Consejo de guerra

No sé si habrá sido el Karma, Dios, Alá, Buda o simplemente un conjunto de desastres, pero yo hoy: ¡me cago en todo lo que se menea!.

Son las 10 de la mañana y llevo desde las 8 dando vueltas en la cama odiando a la humanidad. ¿Por qué? Porque hoy se ha decidido que por mi barrio cortar el césped y recoger la basura ha de hacerse el puto mismo día, y no a la vez, no; sino con un cuarto de hora de por medio, no sea que te llegues a volver a dormir. Odio el ruido del cortador de césped y la imagen del puto hombre (lo siento, él no tiene la culpa, pero le odio también) sentado encima del cacharro ese feo lleno de verde hasta las cejas con un mono amarillo y azul chillón; y con unos cascos de esos naranja butano que abultan más que su cabeza, al igual que las gafas ridículas que lleva. Es que es acordarme de la pinta que llevan y venirme a la cabeza esa mierda de ruido.

Pues bien, me planto así en las ocho y media. Yo -más cabreada que un buitre sin nada que rumiar- me pongo la almohada encima de la cabeza como hacen en las pelis. Así estoy un rato, algo incómoda pero sin ruidos, claro. Y cuando ya vas notando que el sueño te va viniendo y que, por fin, podrás descansar: ¡ZAS! Tus adorables vecinas bajo tu ventana gritándose -porque es sabido que las señoras no hablan, gritan, pues a mayor tono de voz, mayor es la razón que llevas-. Se cuentan que una, A, tuvo que ir al médico y le mandó tal medicamento, pero claro, “qué calor hacía porque es que últimamente el tiempo está loco”. -cualquier momento es bueno para hablar de cosas tan importantes como el tiempo-. Mientras B le dice “es verdad, hija"; -en este momento le pone la mano sobre el brazo dándole golpecitos y prosigue: "yo el otro día con mi nieta en el parque, es que no se podía ni estar a la sombre, me la tuve que traer a casa porque vamos...”. Cualquier momento es bueno para exagerarlo todo.

A estos chillidos se añaden los de los maridos que, para no variar, hablan de fútbol; los chillidos de las señoras que se encuentran al otro lado de la calle a A y B y tienen que saludarlas, no vaya a ser que no las saluden y empiecen a cotillear de ellas, claro. Y yo pienso: “pero si ya la ponen a caldo señora, no me interrumpa más el sueño, ¡¡¡por lo que más quiera!!!”.

Total, que cuando las señoras se van -pongamos que son las 9- parece que ya una se puede dormir tranquilamente. Das unas cuantas vueltas en la cama, encuentras tu posición y cuando te quieres dar cuenta, te plantas en las 10 de la mañana con un ruido semejante al que haces cuando te lavas los dientes, pero más fuerte. A este ruido le siguen unos golpes y: ¡Eureka! Tu padre hoy se siente el barbudo de bricomanía y ahí está: lijando y dando golpes con un martillo en el salón, a las 10 de la mañana -lo repito- en tu última semana de vacaciones. Y el tío tan tranquilo, sin problemas de conciencia, oye. ¡Si es que ni tu padre te deja dormir ya, cojones!

Así que aquí me encuentro volcando toda mi ira en el pobre teclado de mi portátil, sin haber asomado la cabeza por el salón, porque, como la asome, lo mismo me cargo al barbudo de bricomanía y se terminó el programa, que ya va siendo hora, coño, que lleva años comiéndole la cabeza a la gente y claro: luego mi padre lo imita y, mira, un consejo de guerra tendré que montar.

Es por esto por lo que me pregunto si habré hecho algo malo en otra vida. Y es por esto por lo que sé que hoy tendré un día curioso, porque si ya empiezo cabreada... malo... MA-LO.

10 de septiembre de 2011

En tus ojos



En tus ojos un misterio; 
en tus labios un enigma.  
Y yo fijo en tus miradas  
y extasiado en tus sonrisas


Rubén Darío- Rimas-X

6 de septiembre de 2011

El placer

Cuando conoces el placer no te queda más remedio que rendirte. 
Porque el placer engancha...

Adoro

Adoro la calle en que nos vimos,
la noche cuando nos conocimos,
Adoro las cosas que me dices,
nuestros ratos felices, los adoro vida mía.

Adoro la forma en que sonríes,
el modo en que a veces me riñes,
La seda de tus manos,
los besos que damos,
Los adoro vida mía.


Y me muero por tenerte junto a mi,
cerca muy cerca de mi,
No separarte de mi,
y es que eres mi existencia, mi sentir,
Eres mi luna, mi sol,
Eres mi noche de amor.

Adoro el brillo de tus ojos,
lo dulce que hay en tus labios rojos,
Adoro la forma en que suspiras,
y hasta cuando caminas,
yo te adoro vida mia.


Adoro- Armando Manzanero

4 de septiembre de 2011

La fauna de los "profesores" de secundaria

Parte II:

También conté con profesoras que enseñaban aquello que no conocían. Era el caso de la profesora de inglés de 1º de bachillerato. Era conocida como Rosita.

Mi experiencia con ella también fue algo desagradable. Me suspendía los exámenes con notas que no pasaban ni bajaban del 4.8-4.9. Me frustraba que en todos los exámenes sacase la misma nota. Y cuando le decías: “oiga, que este ejercicio está bien”, ella respondía sonriendo: “No. Es que no se entiende bien si es una -m o una –n;  y como no está claro, te lo doy por malo” Y así se iba, riéndose de mí.

El suceso grandioso tuvo lugar otro día en que tocaba empezar una nueva lección. “Unit 8”. El texto con el que comenzaba dicha  lección se titulaba “Gymnast Sues Parents”. Según la profesora, el texto trataba sobre “Los padres de Sue la gimnasta.” Así que nos hizo corregir con un rotulador el libro y añadirle un apóstrofo de genitivo sajón porque –según ella- el título estaba mal escrito. El resultado fue: “Gymnast Sue’s parents”. Cuál no fue mi sorpresa cuando descubrí que era ella la que no sabía de qué trataba el texto. Allí no faltaba ningún apóstrofo, ni genitivo sajón ni nada. El título era: “Gimnasta demanda a sus padres.”. En inglés el verbo “to sue” es demandar. Y la S que ella entendía como un genitivo era la S de la tercera persona.  Tal era el esfuerzo y el entusiasmo por querer enseñar bien que incluso “corregía” – a su manera- el libro y le daba igual si estaba bien o mal, que ella estaba convencida de que allí faltaba algo.

Así pasé mis días de clase con Rosita. Dos años después, cuando ya entré en la universidad y fui a hacer una visitilla a los profesores añorados -los había aunque no lo parezca- me contaron que un día Rosita bajó algo alterada a jefatura de estudios, porque decía que sus alumnos tenían un inhibidor de frecuencias y que por eso no se escuchaba su casete. Señora Rosita ¿No será que la cinta tiene más de 10 años y está en mal estado? Un inhibidor de frecuencias: como si fuera la mujer del presidente de EEUU.

También pasó por mi vida una profesora a la que apodaban “La Cerilla”. Era una temible profesora de matemáticas que no medía más de metro y medio y que, según pasaba por tu lado, lograba que te entrasen escalofríos por todo el cuerpo. Esta mujer me dio clase en 2º de la ESO. No la vi reírse ni una sola vez en todo el tiempo que pasé por ese instituto. Me topé con ella en dos cursos y en todos tenía el mismo resultado. SUSPENSO. Daba igual que no entendieses la lección del día porque ella no te la iba a explicar. Decía que: “ella no estaba allí para perder el tiempo”. Ojo al dato: explicar era perder el tiempo. Los profesores no están para explicar a los alumnos. Su misión es otra. No sé cuál.  

Yo por suerte me fui por letras puras y no me tocó sufrir su humor amarillo, pero era de esa maestras a las que no les importa nada hacerte repetir segundo de bachillerato con una sola asignatura: la suya. Porque para ella la única asignatura que valía la pena eran las matemáticas, ya que sin ellas no hay nada. Cero.

Gracias a ella odié las matemáticas. No quería escuchar nada que tuviera que ver con los números porque me sentía realmente inútil. Y de este modo, en cuanto pude elegir, entré en el mundo del latín, el griego y el arte. Un mundo que entendía mejor y que, gracias a ella, supe apreciar y con ello, valorarme, quererme y creer en mí.

También había profesores de historia los cuales daban las clases a la vieja usanza: teníamos que abrir el libro por la página marcada y leer, cuando él lo dijera, en voz alta. Así me enseñaban cómo nació EEUU y cómo se produjo la Primera Guerra Mundial. O profesores de gimnasia que se inventaban los ejercicios sobre la marcha y que nunca corrían. Solo de dedicaban a tocar el pito y a gritarte que corrieras más.

Me resultaba curioso ver que en la hora de recreo la biblioteca siempre estaba cerrada. Si querías hacer los deberes que no te dio tiempo a hacer en casa o consultar algún libro, tenías que ingeniártelas para salir unos minutos de cualquier clase y cruzar los dedos para que estuviera abierta. La razón de que estuviera cerrada se debía a que el profesor de guardia estaba cansado de trabajar y se había ido a tomar un café, porque ¡oye! él también tiene que descansar.

¿Para qué tener abierto un lugar en el que se supone que hay mucho saber acumulado y en el que los niños podrán tener inquietudes? Nada. Era imposible. Solo podías pisar esa biblioteca en dos ocasiones. La primera era si estabas castigado. Así el crío le cogía tirria a la biblioteca. Biblioteca=malo; estímulo-respuesta. El segundo motivo de ir era cuando te enseñaban cuál era el método para asignar los sitios a los libros. Y yo me preguntaba: ¿para qué, si no me dejabais usarlos?

También sucedía que cuando -entre clase y clase- querías hablar con un profesor para preguntarle algo, ibas a la sala de profesores y todos estaban tomándose su cafecito, leyendo el periódico o de palique con los compis del trabajo. Metías la cabeza esperando que alguien te viera. Al rato alguien te hacía caso. Por señas le decías que avisara al profesor que necesitabas. El profesor venía y te decía: “Luego en clase me lo dices, que me tengo que ir corriendo que tengo clase”. El profesor no estaba disponible para resolver una duda. No lo hacían en clase. No lo hacían en sus horas libres. El profesor no resuelve dudas.

Y así de descaradamente pasaban de esos alumnos pesados que querían solucionar alguna tonta y pequeña duda. Una duda que termina por ser un vacío; un odio a las matemáticas; un poco menos de autoestima; o un poco más de ganas de dejar de estudiar y trabajar en cualquier cosa. Lo que fuera con tal de irse de allí. 

3 de septiembre de 2011

La fauna de los "profesores" de secundaria

Parte I:

Y ahora que sacáis el tema vamos a hablar de profesores. De esos profesores de secundaria a quienes les encanta su trabajo y que ahora se ponen en huelga, en plena crisis, y a principio de curso, porque los pobrecitos tienen que trabajar dos horas más a la semana. Ya veis: casi media España haciendo cola en el INEM y ellos en huelga. Derechos creo que le llaman. Ni que antes se mataran  a trabajar.

Yo tuve profesores así. Eran profesores que hacían las veces de funcionarios, que cumplían su estricto horario y allí te las buscases tú. Uno de ellos fue mi querido profesor Javier Recio -más conocido entre los alumnos como Javier Rancio-. Fuimos ingeniosos en eso del apodo. Me acuerdo del primer día en que me dio clase. Era un profesor pasota que alardeaba de lo mucho que pasaría de ti y que contaba sus historietas de cuando era pequeño. Apoyaba sus nudillos en la mesa verde y absorbía los mocos con total entereza.

Resultó que ese mismo profesor, al año siguiente, fue mi tutor. Nunca se aprendió mi nombre. Siempre que hablaba de drogas nos miraba a mi compañera de mesa y a mí -nos tomaría por unas rebeldes sin causa-. Solía llamarme en las horas de tutoría. Bueno, llamaba. Más bien le decía a mi compañera: “dile a tu amiga que venga” A lo que mi compañera contestaba: “¿A quién?, ¿a Natalia?” Y él decía con su simpatía habitual: “Sí, no sé, a la que se sienta a tu lado”. Toda esta desbordante muestra de respeto se hacía delante de toda la clase y sin mirarme: tenía que notarse quién era el que mandaba allí.

En esas conversaciones tan amenas me decía que me iban a echar del instituto. En palabras textuales: “el año que viene tú te vas a ir a la puta calle, como yo”. Nada mejor que profesores tan cariñosos que te terminen de hundir en la miseria.

Cuando empezaba el siguiente mes, nos daban ese boletín de faltas que realmente no servía de nada. Ese cartoncito blanco en el que figuraba tu nombre -en el mío ponía N. Moreno- y en el que tus padres tenían que firmar cada mes. Y debe ser que a este señor le gustaba jugar al escondite, porque a mí me ponía mis faltas, además de las de todos mis compañeros; pero las suyas primero. Todos los meses llegaba a mi casa con faltas de más así que, un buen día, me escuchó rechistar y claro: ¿para qué quieres más?

¿Cómo pude osar a murmurar en su presencia? Por supuesto, como todos los maestros, él era un ser todopoderoso, era un ungido y estaba allí para imponer su ley. Se rió y me miró con cara de: “pobre ingenua, no vas a aprobar en tu vida mientras yo esté aquí” y me dijo: “si no hicieras pellas...”. Sí, ahí le doy la razón: alguna escapadita hacía. Yo le contesté: ¿las hacía yo sola? ¿Me iba yo sola al parque a contar piñas? Se hizo el silencio en clase y él se limitó a girar la cabeza y me ignoró.

Un día me mandó al final de la clase por hablar. Todo el mundo sabe que cuando uno habla lo hace solo, o con la pared. Pero por supuesto nadie hacía nada, solo yo. Y así transcurrían las clases. Miradas desafiantes del profesor y yo pensando “Éste me buscará la ruina”.

Al objeto de -supuestamente- salvar mi desastre académico de aquel año llamó a mi casa. O a lo mejor era para joder más, quién sabe. Pero lo mejor fue cuando mi madre llegó a casa a la tarde y me dijo: “Hija, no quiero ver a ese gilipollas en mi vida”. Parece ser que no era la única que pensaba que me hacía la vida imposible. Y cuando creí que mi madre me había contado todo, me soltó: “ Me ha dicho que eres un desecho social.” Un profesor diciéndole a una madre que su hija no valía para nada. Ver la cara de indignación y de cabreo de mi madre fue lo que me hizo sacar mi rabia y tragarme mi orgullo para darle en las narices.

Como es lógico, tuve que ir a septiembre a examinarme y cuando llegó el día de recoger las notas y veía los sobres de 1º de bachillerato en la mesa con ese ribete verde que tenían, solo deseaba escuchar mi nombre y ver el sobre en aquella mano que tanto asco me daba. Por fin llegó a mi apellido y allí estaba él: apoyado sobre la mesa y con esa camiseta de manga corta gris que siempre llevaba. Dijo: “Natalia Moreno” -porque lo leyó, obviamente, si no, me hubiera señalado con el dedo-. Me dirigí hacia él, me dio el sobre y yo, con toda mi chulería, dije: “¿Quien se va ahora a la puta calle?”. Me di la vuelta y, sin mirar atrás, me despedí de esa cara plana y llena de marcas de granos que tanto odié y que nunca más volví a ver. Y a esas edades en que uno está lleno de complejos e inseguridades y en que se es tan vulnerable que muy poco se necesita para irse al fondo del pozo.


Así cerré una pequeña etapa de mi vida para encontrarme con otro tipo de profesores: los de bachillerato. Eran profesores que todos creíamos más serios, pero que, para nada, se acercaban a nuestro ideal. Allí estaba el llamado “El Canario” natal de allí. Se llamaba Manuel Enríquez. Lo más característico de este señor era su sonrisa. Esa sonrisa de oreja a oreja que te hacía pensar: “este debe de ser un cabrón en toda regla.” Porque sí, te sonreía, pero le mirabas a esos ojos azules grisáceos y decías: malo.

“El Canario”, como buen canario, era muy tranquilo: demasiado para estar cursando 2º de bachillerato. Siempre recordaré cómo chistaba a mi amiga Sole para que sacara sus ejercicios y cómo entraba por la puerta -siempre tarde- con esa carpeta azul de cartón y sus dos tomos del diccionario de la Real Academia. Todo ello en una sola mano, como si portase una bandeja. Entraba siempre estirado y te chistaba y te decía: “Vamos, Natalia, los ejercicios” “Vamos, Sole, los ejercicios”. Eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja.

Sus clases eran un tanto modernas para lo que yo había vivido hasta ese momento.  Te daba un folio en el que te resumía todo el romanticismo (o lo que tocase) -incluidos los autores más relevantes- y te daba unas cuatro hojas llenas de poemas para que le dijeras la métrica, tipo de verso y no sé qué más. Y ahí te dejaba. Le daba igual que lo hicieras o no. Él se paseaba por clase, te miraba un poco y seguía andando. Si no entendías algo, levantabas la mano y, diez minutos más tarde, -os recuerdo que era canario- te resolvía el ejercicio entero. Fácil. No se complicaba. Yo cumplo mi horario y me pagan. No hay más.

Pero lo más curioso era cuando teníamos un examen. Podías estar perfectamente un mes esperando la nota que él seguía corrigiendo con parsimonia los ejercicios. Eso o escalando montañas como él mismo un día nos confesó: “Es que prefiero ir a la montaña que corregir vuestros exámenes” respondió cuando un insensato alumno le preguntó por la nota. Fue graciosa la cara que se nos quedó a todos. Y yo pensé: “vale, yo haré lo mismo”. Cuando al día siguiente me preguntó -porque siempre me preguntaba a mí, me tendría por buena chica- que qué había puesto en un ejercicio yo le contesté: “es que tengo mejores cosas que hacer, que hacer tus ejercicios...” Se lo tomó a risa, pero para sus adentros en ese momento me odiaba, y mucho. Me llevaba bien con ese hombre. Pero era de vergüenza que estando en 2º de bachillerato, cuando se supone que no hay casi tiempo para tanto temario, un profesor “tenga mejores cosas que hacer que corregir exámenes”. Oiga, que yo tengo mejores cosas que hacer que ver su cara y aquí nadie dijo nada.

En fin, señores, que cuando no es uno que te llama desecho social es otro que tiene mejores cosas que hacer. O aquella otra profesora que cuenta en mitad de un examen cómo su marido no sabe meter una merluza entera en su frigorífico: profesora de psicología y filosofía era. O, si no, aquella profesora de ingles, Chelo, que era la directora. La directora. Y decía en la presentación textualmente “no vengáis a mi, porque no os voy a ayudar en nada”. La directora del colegio nos decía el primer día que no contásemos con ella. Ocuparse de los alumnos no era importante para ella.

Por si acaso eso era poco, te contaba monólogos en sus clases. Reírte te reías, pero ingles poco. Y era la directora del instituto de bachillerato de nombre imponente. Con esos nombres imponentes que les ponen a los institutos.

Y así eran algunos de mis profesores de secundaria; profesores que no daban un duro por ti; profesores a los que les importaba bien poco aprovechar sus clases con tal de que a finales de mes les ingresaran su sueldito. En algo se diferencian de los de la universidad, todo hay que decirlo. Al menos, el porcentaje de profesores gilipollas que te encuentras es mucho menor. La mayoría trata de demostrar en sus clases que merece la pena estudiar Historia, o lo que sea que estudies.

Ay, los profesores de instituto que tanto hicieron sufrir a los chiquillos y que seguirán haciendo lo mínimo por demostrar que un día les entusiasmó ir a la universidad para poder enseñar a sus menores.

¿Esa falta de motivación estará relacionada con que no los pueden echar de su trabajo, por muy mal que lo hagan? Apruebe una plaza de funcionario y sea feliz toda su vida.  

2 de septiembre de 2011

...*

Para disfrutar de un hermoso amanecer hay que vivir,
dejar pasar antes la noche,
y suceda lo que suceda,
el sol siempre vuelve a salir...