2 de mayo de 2013

Lo que debería ser.


Querido J:
El Valle de los Caídos es un lugar muy sombrío. Yo estuve allí una fría tarde de otoño después de haber tenido, por la mañana, una larga conversación con el gran Fernández de la Mora. Él mismo me animó: «Vaya, vaya, ya verá qué maravilla». Lo es, sin duda. Una implacable maravilla. Tal vez la mejor síntesis que se haya hecho entre la Cruz y la Espada y una perturbadora imagen de lo que fue España después de la última guerra civil. Destruir el Valle de los Caídos, como quieren las duquesas rojas, sería olvidar. Maquillarlo sería olvidar de un modo aún más profundo. De ahí que sorprenda la presencia de historiadores (¡y de izquierdas!) entre los miembros de la comisión que han concluido que el lugar debe adecentarse, empezando por el traslado de los restos de Francisco Franco. El adecentamiento de la memoria, por así llamarlo, es uno de los principales objetivos de los políticos. Hasta dónde habrá llegado, sin embargo, la deformación española que ya lo proponen sin pudor los propios historiadores.

El lugar de un hombre en la Historia no puede depender del juicio positivo o negativo que vaya mereciendo su obra a las sucesivas generaciones. La única vara razonable de medir es la influencia real que ese hombre tuvo en la vida de sus contemporáneos y en la de sus descendientes. Es así como se construye una historia y una cultura. Y como debería construirse, por cierto, el lapidario y el callejero de una ciudad, si es que no se opta, en este último caso, por el práctico desentendimiento americano que supone ponerle números a las calles. Años después de la muerte de Franco una gran mayoría de ayuntamientos españoles decidió eliminarle del callejero: al tiempo que incluían cualquier menor subalterno de la agrupación local del partido. Este tipo de decisiones convierte el callejero en una imagen viva de la actualidad dominante, pero lo destierra de cualquier pretensión histórica verdadera. Es una opción, desde luego; pero entonces ha de subrayarse explícitamente su carácter dinámico, construido en función de los humores de la actualidad y que renuncia, y esto es lo fundamental, a la objetividad. La objetividad exige siempre mucho trabajo. Este es su problema básico. Resulta más sencillo blindarse con la subjetividad y eliminar a Franco del callejero que arriesgarse en operaciones sutiles y difícilmente revocables por cualquier huracán del tiempo como escribir en una lápida: «Calle del Dictador Franco».
El ejemplo del callejero vale, pero exponencialmente aumentado, para el Valle de los Caídos. No hay en pie ninguna otra imagen de la dictadura de Franco comparable a la del desolado valle de Cuelgamuros. En la jerga digital se mueve con creciente fortuna la palabra experiencia. Todo se propone como una experiencia: desde un juego virtual hasta la lectura de un periódico. Como es habitual la pereza impone el abuso y el abuso causa imprecisión. Pero cualquiera que haya estado en el Valle con los ojos abiertos sabe hasta qué punto esa visita supone una experiencia imborrable de la dictadura. El Valle de los Caídos no exalta el fascismo. Lo cura. Curar mediante la exposición a la luz, se llama la figura. Aunque la mañana era luminosa y hasta cálida, mi experiencia del memorial de Treptow, el inmenso monumento que conmemora la victoria del ejército soviético en la Batalla de Berlín, no fue muy distinta a la de la afilada tarde de Cuelgamuros. Puro comunismo. Y la misma reacción cutánea. Parece claro por qué los alemanes han tratado desigualmente la memoria del nazismo y la del comunismo. En el caso de Treptow no les perturba la posibilidad de que la inmensa explanada heroica se convierta en santuario, a diferencia de lo que les sucede con determinadas reliquias nazis. Y es que no temen la actualidad neocomunista como temen la actualidad neonazi. Ya te lo dije en la primera parte de esta carta: ha habido 147 asesinatos neonazis en los últimos 20 años alemanes. Quizá ese temor pueda justificar algunas actuaciones circunstanciales de los políticos, respecto de la memoria. Pero cualquiera entendería como una bobada, ¡y hasta como una afrenta!, que sea el temor de Franco lo que suscite la petición de destrucción del Valle.

Queda un último asunto. Los huesos. El Valle de los Caídos es la escenificación de la reconciliación. Franquista. Es decir, ficticia. La reconciliación sólo es posible desde la libertad. Es lo que diferencia el pacto de la Transición de la construcción del Valle. En la construcción de ese lugar participaron presos republicanos, que habían sido condenados a trabajos forzados por delitos inexistentes en una democracia. Algunos murieron allí, de tal modo que puede decirse que, a la manera de los judíos, les obligaron a cavar su fosa antes de morir. También están allí los restos de otros combatientes antifranquistas a los que fusilaron. Nadie les preguntó dónde querían ser enterrados. O sea que puede decirse, sin exageración retórica, que en este punto se trató de una reconciliación a hostias. Por desgracia la alianza de la dictadura y el tiempo hace imposible que los herederos de los muertos reclamen sus huesos. Lo decía el vicepresidente de entonces Alfredo Pérez Rubalcaba: «Es prácticamente imposible identificar los restos de las personas enterradas en la basílica del Valle de los Caídos, donde hay 33.846 cuerpos».
Así pues, es imposible dignificar, como dicen sin saber muy bien lo que dicen, el Valle de los Caídos. El Valle fue un proyecto autoritario y despótico. El mausoleo de la Victoria. Ganaron y organizaron el entierro. Fue así. No hay corrección posible de esa naturaleza. Nuestra izquierda pueril, que insiste cada día de su triste vida en ver cómo podemos ganar finalmente la guerra, ha propuesto en su afán decorador que los restos del Arquitecto salgan de allí, camino de una privacidad hueca, ahistórica e imposible. Creo que deberíamos contarle que cuando enterraron a Franco los jovencitos progres de entonces nos relamíamos con un dato sobre el que sospechosamente insistían mucho los informativos, ya en manos de un cierto rojerío cauto e irónico. Se trataba de los 1.500 kilos que pesaba la losa del sepulcro. «A ver si la levanta», mascullábamos…, después, eso sí, de mirar a todos lados, no fuera a presentarse la Policía. Es llamativamente grotesco que sea la izquierda liliput la que venga ahora con todas sus penosas fuerzas a tratar de levantarla.
Sigue con salud.
A.
(El Mundo, 10 de diciembre de 2011)

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